Confesiones

Era poseedor de un don de la palabra inigualable. La oratoria era su herramienta fundamental. Su talento le deparaba un futuro profesional y político promisorio.

A temprana edad, a causa de la disfuncionalidad propia de la época y del hogar en que nació, se vio seducido por el derecho y el poder, cosas que entendía lo llevarían a la cúspide que sus innegables dotes le auguraban. Aun así, la lujuria, la codicia y el narcisismo lo aprisionaron en sus años mozos.

Se refugió en convertirse en un gran orador, en abogado y, en tal propósito, el uso de la lógica, la retórica y la argumentación le acompañaban en casi todas sus actuaciones públicas y privadas. Pero, al margen de su plan, había una voluntad superior a la suya: la de Dios. Se trata de la historia de Aurelio Agustín de Hipona, San Agustín. A pesar de sus pretensiones, Dios tenía algo reservado para él.

Hechos, no palabras

Hubo una frase que cautivó a Aurelio Agustín: “Son hechos, no palabras”. La misma fue pronunciada por el escritor y profesor, Macrobius Ambrosius Theodosius, conocido como Macrobio. Con él aprendió muchas cosas, pero, nos llama la atención, lo referente al valor como elemento trascendental de sus enseñanzas.

Agustín tuvo un episodio que lo impactó duramente producto de un ejercicio discursivo en la tribuna de entonces, había logrado la libertad de un hombre acusado de intento de asesinato contra su esposa y, a causa de su liberación, logra matarla y el hijo de esa pareja le reprochó el haber utilizado sus palabras y su retórica apabullante para defender la “inocencia” del asesino. La tristeza de aquel joven lo conmovió e hizo que se cuestionara sobre los hechos y las palabras.

Al reclamar sobre la verdad a Macrobio por aquel bochorno, este le contestó: “Te dije que el valor marca la diferencia entre un gran orador y uno mediocre. En definitiva, el valor de vivir sin la verdad”.

El valor que se refiere al coraje y a la valentía para entender y asumir una idea, un pensamiento, sentencia o comportamiento es lo que determina qué tan bueno es alguien en un oficio o, más aún, a los ojos de Dios. Pues, mientras Agustín se afanaba por interpretar y separar los hechos de las palabras y las palabras de la verdad, lo cierto era que descubría el valor como condición indispensable para, no solo ejercer su profesión con excelencia, sino, más bien, para alcanzar el plan divino que esperaba por él.

Lo verdaderamente importante es, en función del valor o la valentía, saber deponer costumbres, pensamientos, formas, ideas y comportamientos erróneos, para colocarse por encima de ellos y sus circunstancias y entonces llegar a la virtud suprema. Son valientes quienes logran hacerlo.

Aun así, Agustín continuó destacándose entre sus coetáneos. Su oratoria arrebataba a las masas, audiencias y personas que le escuchaban. Inclusive, llegó a ser una especie de procurador del imperio Romano.

Pero Dios, a su vez, seguía obrando. Y mientras, obtenía elogios, aplausos y distinciones por su talento, recibía embestidas familiares: la muerte de su padre, la pérdida de su esposa y su hijo, el sufrimiento de su madre, etc. Se había sumergido en las trivialidades del mundo.

Un día, al verse utilizando su don para justificar un asalto y matanza en el templo católico, algo dentro de él se estremeció, sintió vergüenza de sí mismo y una gran aflicción se apoderó de él. En ese instante, repasó todo lo que había sido su vida, sus errores, pecados, desaciertos y, el profundo vacío que sentía sobre lo que desde la óptica del mundo habían sido sus grandes éxitos. Fue ahí cuando inició su camino hacia Dios, con estas palabras: “Siempre he hablado demasiado. Hoy, por primera vez, he escuchado. Y le escuché a Él”.

La verdad

“La verdad no es una idea, un concepto o un estado mental. Es la manifestación en una persona divina”, con esas palabras le había contestado anteriormente el obispo católico Ambrosio, su segundo y último maestro.

Pero, lo dijo más claro todavía con estas proverbiales palabras: “No es el hombre que encuentra la verdad, sino la verdad la que encuentra al hombre; porque la verdad es una persona, es Jesucristo, el hijo de Dios”.

Aurelio Agustín de Hipona se convirtió a la fe católica. Se bautizó. Se había convencido a sí mismo de rectificar en vida los errores que había cometido en el pasado. Dios lo había encontrado y le daba algo más grande para él: convertir su vida en un ejemplo de rectificación, de resiliencia y de sacerdocio para la humanidad por el devenir de los siglos.

En una batalla épica, el nuevo Obispo Agustín enfrentó a Sidonio, quien profesaba que los sacramentos debían estar bajo el manejo de personas de conducta incuestionable e impoluta y estaban organizados en lo que se conoció como el movimiento donatista. Ambos acordaron celebrar un juicio oral, público y contradictorio sobre la verdad, donde el que resultase perdedor se convertiría a la fe triunfante.

Sidonio en su ponencia, contrario a lo acordado, enfocó sus palabras en atacar personalmente al obispo Agustín, lo hizo así: “Un hombre impío, que ha representado asesinos y a individuos de la peor calaña moral. Fue esclavo de la ambición que le llevó a buscar el éxito a través de su habilidad con la retórica”

“Este debate es sobre la verdad. Pero esa verdad ha sido eclipsada por un hombre que ha sido el mayor pecador de todo el Imperio y el hecho de que se haya convertido en sacerdote es la prueba de que no se puede confiar en los católicos”.

Sidonio, había recurrido al ataque moral y personal, lo propio de mediocres desprovistos de argumentos. En cambio, Agustín, tomó la palabra para, entre otras cosas, decir lo siguiente: “Ambicioso, lujurioso, narcisista, yo fui todo eso y todavía lo soy, como lo somos todos. Pero, ninguno está solo, nunca, ni siquiera en la desesperación o en la oscuridad. Dios está con nosotros”.

“Dios es más hermano que ningún hermano, más amigo que cualquier amigo, más amante que ningún amante”.

Sin terminar bien sus palabras, los aplausos estremecieron la audiencia. El obispo Agustín había vencido. El juez sentenció que la doctrina católica se correspondía con la fe verdadera. Una victoria de Agustín para Dios. Era convertido en una herramienta divina.

En todo caso, lo interesante del relato no es el debate, sino, más bien, que la verdad que se impuso era la que estaba evidenciada en la vida de Agustín: errores, caídas y banalidades. Pero, con el reconocimiento de quién había sido, quién era y cómo el propósito de Dios obraba en él.

Esta ha sido nuestra reflexión en esta Semana Santa. La cual no puede terminar sin agradecer profundamente al ilustre y dilecto amigo, Monseñor Víctor Masalles, por arrojar luz para conocer esta memorable historia. Con esas y otras tantas vivencias, batallas, victorias y enseñanzas se compuso el texto conocido como Confesiones de San Agustín.

Oportunas son las intemporales palabras de nuestro Señor Jesucristo: “Yo soy el camino, la verdad y la vida; nadie viene al Padre sino por mí”.

Amén

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