La sagacidad del llamado León
Lev Nikoláievich Tolstói, mejor conocido como León Tolstói, fue un novelista ruso de trascendencia universal que se destacó por sus obras “Guerra y paz”, “El reino de Dios está en vosotros”, “Ana Karénina”, entre otras, en las que puso en evidencia su elevado saber sobre el humanismo y el realismo del siglo XIX.
Sin embargo, no es sino hasta leer su cuento titulado “¿Cuánta tierra necesita un hombre?” donde pudimos comprobar la dimensión de su conocimiento y comprensión del alma humana. A tal punto, que la sagacidad que explayó en dicho cuento la podemos encontrar consumada en acciones y actitudes que gravitan hoy en día en el acontecer nacional.
Símbolo de la ambición
A pesar de ser Pahom el personaje central del cuento, el papel sórdido que desempeña lo muestra de tal forma que no sería exagerado pensar que pudiese ser el símbolo preciso de la codicia, la avaricia y la ambición desmedida en el ser humano.
Pahom era un humilde campesino que se dedicaba a la ganadería, la tala de árboles, etc. en tierras ajenas. Pero tiempo después compró su propia parcela donde continuó sus labores habituales.
Un día mientras descansaba y apreciaba lo poco que había logrado, un “forastero” se detuvo en su casa y le comentó que donde estuvo trabajando había muchas tierras en venta y muchas personas estaban viajando hasta allí para comprarlas. Además, le dijo lo fértil de aquel terreno y los cuantiosos provechos que un campesino había obtenido de las parcelas que compró.
Luego de que aquel viajero le indicase el camino, Pahom reflexionó y al poco tiempo se mudó con su familia a otra propiedad. Tal y como lo había dicho el “forastero”, Pahom se encontraba en una posición más cómoda.
Al paso del tiempo Pahom comenzó a sentir que tampoco allí se encontraba satisfecho. Tenía planes de expandir su siembra pero carecía de las tierras necesarias para hacerlo.
Al encontrarse solo un día piensa lo siguiente: “Si todas estas tierras fueran mías, sería independiente y no sufriría estas incomodidades”. Lo que se puede interpretar como fuertes estallidos internos de resentimiento, avaricia y codicia desmesurada.
Desde ese instante se empecinó en obtener todas las tierras que fueran necesarias a como dé lugar, para la cristalización de sus íntimos anhelos.
La tragedia de un ambicioso
Un agente de bienes raíces le comentó que recién llegaba de la tierra de los baskires (como son llamados los del pueblo iranio que habitan en Rusia) donde había comprado una vasta extensión de tierra por un precio ínfimo.
De inmediato Pahom encomienda la finca a su familia y parte con su criado a la búsqueda de aquellas tierras, llevando consigo algunos regalos para sus futuros vendedores como bien lo sugiriera dicho agente.
Los baskires ponen a Pahom en contacto con el jefe de las tierras y le dicen que, lo que lo llevaba hasta donde ellos era su interés de adquirir nuevos terrenos.
Después del jefe escucharlo le dice: “De acuerdo. Escoge la tierra que te plazca. Tenemos tierras en abundancia”. Pahom le pregunta: “¿Cuál será el precio?”; a lo que el jefe respondió: “Nuestro precio es siempre el mismo: mil rublos por día”.
Luego de ponerse de acuerdo el jefe le explica el método de compra, que consiste en lo siguiente: Pahom tenía que tomar un punto de inicio y recorrer como quisiera la cantidad de tierra que deseaba y regresar el mismo día antes de la puesta del sol. Así toda la tierra recorrida sería suya. De lo contrario perdía el dinero.
La jornada era al día siguiente. Por lo que Pahom, el tiempo que estuvo solo esperando, maquinaba todo lo que iba a hacer cuando obtuviese toda la tierra que pensaba marcar.
Al amanecer empezó el recorrido. Pahom, horas después de avanzar bastante se detiene a descansar y recobrar fuerzas, siendo a penas mediodía. Sin embargo, lo recorrido hasta ese momento era suficiente como para mantener a toda su descendencia por el resto de sus días y marcharse a casa habiendo logrado lo que, probablemente, nunca antes se había hecho.
Luego de andar un largo trecho y de abarcar demasiadas tierras se dio cuenta de que empezaba el atardecer y apresuro el paso mientras pensaba: “Cielos, si no hubiera cometido el error de querer demasiado. ¿Qué pasará si llego tarde?”.
Aun estaba lejos de la meta. El sol continuaba ocultándose. Empezó a correr con todas sus fuerzas y se decía a sí mismo: “Ay de mí. He deseado mucho, y lo eché todo a perder. Tengo que llegar antes de que se ponga el sol”.
Sin aliento, con la boca reseca, el corazón acelerado y corriendo hasta más no poder, seguía pensando: “Después que he corrido tanto, me considerarán un tonto si me detengo ahora”. Pensamiento propio de un resentido que no quiere desistir de sus anhelos con tal de superar a quienes tenían una posición privilegiada mucho antes de que el imaginase en su haber tantas tierras.
El sol desaparecía, sus piernas no le respondían igual y estaba exhausto a pesar de estar más cerca y poder ver a quienes lo despidieron alzando los brazos. Siguió corriendo. Escuchaba los gritos y sacó fuerzas para correr más rápido.
Pahom llegó a la meta justo el sol desapareciendo, pero todavía estaba iluminado. Cayó rendido en los pies del jefe de las tierras. Y este último exclamó: “¡Vaya, qué sujeto tan admirable! ¡Ha ganado muchas tierras!”.
Rápidamente el criado de Pahom se acercó para asistirlo y se percató de que botaba sangre por la boca. Pahom estaba fulminantemente muerto.
Al llegar a esta parte de la historia no pude evitar reflexionar sobre lo verdaderamente interesante y curioso del relato: el genio literario y la profunda sagacidad de León Tolstói, que ha trascendido el siglo XIX y que nos sirve en pleno siglo XXI para comprender de lo que es capaz el ser humano cuando su alma esta corroída por el resentimiento, la codicia y la ambición desmedida.
Pareciera, entonces, que las bajezas humanas que estudiara León Tolstói hace dos siglos persisten en la actualidad en igual o mayor proporción, y que lo único que ha ocurrido es un cambio de personaje.
Finalmente, el criado cavó una tumba y allí lo enterró.
Después de tanto arriesgar, tan solo dos metros de tierra, de la cabeza a los pies, era todo lo que necesitaba Pahom.